Relato original
—Voy a hacerme soldado, apá.
—¿Sí mijo?
—Sí, apá.
Seguían recolectando el maíz bajo un sol que castigaba, distante, sus espaldas sudadas. Llegaba a sus oídos el rumor de algún pájaro desde los cerros, pero a lo mejor era un eco, algo común a esas horas del día. A veces, uno creería oír pasos, voces de gente, y luego uno se convence de que no son, es sólo el aire lleno de polvo haciendo sus maldades. Tal vez por eso uno nunca se siente del todo solo en el campo.
Casi nadie habla fuera de sus casas. Dicen que las palabras se las lleva el viento, muy lejos, por eso no acaban de llegar a la otra persona aunque esté al lado. Por eso las señoras en el pueblo hablan a los gritos, a ver si así las palabras pesan más y no salen volando.
—¿Cómo ve?
—¿Qué?
—Es que aquí en el rancho ya no hay nada que hacer. —El muchacho escupió hacia un lado, el salivazo formando una plasta en la arena, que se secó de inmediato—. Ni la muerte, apá. Acuérdese de mi madre. Ella se murió, no de vieja, sino de purita tristeza.
Era cierto. Clotilde un día se quedó dormida y ya no se levantó más. La encontraron al otro día encogida en la mecedora, un mantel a medio coser y una sonrisa diminuta sonrisa de puro gusto en el rostro, ya que la pobre se quejaba de que no podía descansar. Ella aseguraba que era la tierra que le chupa el alma a uno, que por eso la gente andaba por el pueblo como arrastrando los pies, tan pesada que ni un triste cactus podía florecer en el páramo. No como allá, del otro lado de los cerros, de donde ella decía que era. Decía que la tierra era tan buena que las semillas germinaban allá donde uno las tirara, que una vez un árbol levantó las baldosas de su casa porque su hermano, en un descuido, tiró un hueso de aguacate por ahí. Y que el agua era más clara allí, la lluvia más ligera, y hasta los animales más alegres.
—Por eso me voy, apá —continuó el muchacho—. Usted una vez me dijo...
Cuando el hambre es mucha... Pero eso era antes, ahora estamos mejor. Ya no hace falta andar detrás del gobierno, detrás de los ministerios, de los militares. Se acabó la guerra. Antes sí... uno tenía que robarse hasta el pan. Pero eso era antes. Ni vacas uno podía tener porque llegaban los federales y las mataban toditas. O si no, se las llevaban dizque para "guardarlas en las estancias de la patria", y así se llevaron a Caramelo, la ternerita de tu hermana, ésa que tenía manchas y unos ojos muy grandes, tan grandes que daba gusto verlos, llenos de puras ganas de vivir. Sin embargo, qué linda era la guerra. Andar de botas y a caballo, la "30" atravesada sobre la montura, tan bravos e insolentes. Qué gusto daba andar por la sierra, tirando balazos todo el santo día, persiguiendo a los otros en el cerro. Y luego, cuando asomaban, recogerlos así, como lagartijas y abrirlos a machetazos. Se ponían blanditos, como la fruta madura, y entonces no daba gusto porque sangraban más. Parece que las sangre se les ablanda con el miedo. Qué lindo era antes. Me acuerdo del sabor del polvo cuando galopábamos, quién sabe a dónde, a donde mandara el general, a cazar insurgentes. Uno de ellos vive acá al lado y según que nos hizo brujería porque le maté a su gemelo; mas Dios sabe que nunca quise que se muriera, quise tirar al aire para prevenirlo. Pero él se movió al otro lado, donde lo vieron los otros. Y qué buena puntería tenía mi general entonces: no le dio tiempo ni de encomendarse a la virgen. Qué lindo era ser soldado. Pero ya no. Cuando Clotilde te tuvo ya no hubo tiempo para desmanes, y aparte la guerra se había terminado, así que había que volver al rancho. Nos dejaron esta casita, dizque por haber servido... Algo es algo. Pero eso era antes. Ahora ni los bichos se asoman al sol y las gallinas que te di se murieron de hambre. Entonces ni para qué.
—Porque ni modo que nomás me quede a rascar la tierra.
—Algo ha de crecer.
—¿Verdad que sí, apá?
—Si Dios quiere.
Ahora se oyen los caballos. Abrió por primera vez sus ojos resecos y vio la nube de polvo que se levantaba en el camino. Se oyeron las riendas chasquear contra los lomos sudados de las bestias, los cascos escarbando el polvo. El muchacho apretó la boca. Los dientes le chillaron. El miedo, me dijo una vez mi general, es una cosa bien canija: si lo dejas entrar en el cuerpo, te va pudriendo despacito desde adentro. Se limpió las manos llenas de tierra contra el pantalón y se quedó allí, mirando cómo los uniformes se apelotonaban frente a ellos, una masa verde oscura. Los caballos resoplaban. Del hombre, no se fijó ni en el nombre, sólo en las dos barras doradas cosidas en el kepis. Un teniente.
—¿Inocencio Benítez? —preguntó, señalando con la cabeza.
—Soy yo.
El teniente se bajó de un salto de la montura. No le importó la respuesta, sólo sacó un papel arrugado de su uniforme.
—Se le informa que desde ahora, usted está dado de alta en el decimoquinto batallón de infantería. Con orden de presentarse en el cuartel desde hoy mismo para recibir adiestramiento. ¿Dudas?
—No.
—Se dice "ninguna, mi teniente" —lo corrigió seco.
—Ninguna, mi teniente —repitió el muchacho.
Y como hiciera ademán de volverse hacia la casa para juntar sus cosas:
—Deje eso. En el cuartel se le proveerá de todo lo que necesita.
—Bueno.
Qué extraño. Ahora se los llevan así como así. Antes no. Uno iba y personalmente se alistaba a la reserva. Le daban un fusil y un uniforme nuevecito. Las botas lastimaban los talones, pero al rato se ajustaban al tamaño del pie y casi parecían otra piel. Vio impasible cómo montaban al muchacho sobre el único caballo sin jinete que traían consigo, casi un potro, uno pinto, casi del color del adobe. Su único hijo después de que la más pequeña se les muriera. Tal vez por el frío. O por la misma tierra que se come todo. Se fue poquito después de la mamá. A lo mejor la extrañaba. Ya nada es como antes, pensó, acordándose de sus hermanos. Nosotros éramos cuatro y no nos arredraba el polvo ni el hambre. Todos miraban hacia el cielo. Él, por un instante, también alzó los ojos, pero no vio nada. La vieja costumbre de ver el cielo buscando respuestas, como si alguna vez las hubiera encontrado. Jóvenes todos, hasta el teniente, que ni siquiera sabía qué estaba mirando. Luego, a lo lejos, oyó un murmullo, como un eco que no llegaba a su oído, pero ya no le importaba. Qué diablos, a mí ya me mataron antes.
—Ya me voy, apá.
Pero el viejo ya no lo oía. El teniente guardó el fusil, dio la orden de marcha, y la tropa se fue. El padre se quedó allí, recargado en la pared de piedra, viendo cómo la sombra de su hijo se desvanecía. La mancha roja crecía despacio bajo la camisa. Qué bonito era todo entonces. Hasta la guerra.
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