domingo, 27 de abril de 2025

Nada es como antes

 Relato original


—Voy a hacerme soldado, apá.

—¿Sí mijo?

—Sí, apá.

Seguían recolectando el maíz bajo un sol que castigaba, distante, sus espaldas sudadas. Llegaba a sus oídos el rumor de algún pájaro desde los cerros, pero a lo mejor era un eco, algo común a esas horas del día. A veces, uno creería oír pasos, voces de gente, y luego uno se convence de que no son, es sólo el aire lleno de polvo haciendo sus maldades. Tal vez por eso uno nunca se siente del todo solo en el campo.

Casi nadie habla fuera de sus casas. Dicen que las palabras se las lleva el viento, muy lejos, por eso no acaban de llegar a la otra persona aunque esté al lado. Por eso las señoras en el pueblo hablan a los gritos, a ver si así las palabras pesan más y no salen volando.

—¿Cómo ve?

—¿Qué?

—Es que aquí en el rancho ya no hay nada que hacer. —El muchacho escupió hacia un lado, el salivazo formando una plasta en la arena, que se secó de inmediato—. Ni la muerte, apá. Acuérdese de mi madre. Ella se murió, no de vieja, sino de purita tristeza.

Era cierto. Clotilde un día se quedó dormida y ya no se levantó más. La encontraron al otro día encogida en la mecedora, un mantel a medio coser y una sonrisa diminuta sonrisa de puro gusto en el rostro, ya que la pobre se quejaba de que no podía descansar. Ella aseguraba que era la tierra que le chupa el alma a uno, que por eso la gente andaba por el pueblo como arrastrando los pies, tan pesada que ni un triste cactus podía florecer en el páramo. No como allá, del otro lado de los cerros, de donde ella decía que era. Decía que la tierra era tan buena que las semillas germinaban allá donde uno las tirara, que una vez un árbol levantó las baldosas de su casa porque su hermano, en un descuido, tiró un hueso de aguacate por ahí. Y que el agua era más clara allí, la lluvia más ligera, y hasta los animales más alegres.

—Por eso me voy, apá —continuó el muchacho—. Usted una vez me dijo...

Cuando el hambre es mucha... Pero eso era antes, ahora estamos mejor. Ya no hace falta andar detrás del gobierno, detrás de los ministerios, de los militares. Se acabó la guerra. Antes sí... uno tenía que robarse hasta el pan. Pero eso era antes. Ni vacas uno podía tener porque llegaban los federales y las mataban toditas. O si no, se las llevaban dizque para "guardarlas en las estancias de la patria", y así se llevaron a Caramelo, la ternerita de tu hermana, ésa que tenía manchas y unos ojos muy grandes, tan grandes que daba gusto verlos, llenos de puras ganas de vivir. Sin embargo, qué linda era la guerra. Andar de botas y a caballo, la "30" atravesada sobre la montura, tan bravos e insolentes. Qué gusto daba andar por la sierra, tirando balazos todo el santo día, persiguiendo a los otros en el cerro. Y luego, cuando asomaban, recogerlos así, como lagartijas y abrirlos a machetazos. Se ponían blanditos, como la fruta madura, y entonces no daba gusto porque sangraban más. Parece que las sangre se les ablanda con el miedo. Qué lindo era antes. Me acuerdo del sabor del polvo cuando galopábamos, quién sabe a dónde, a donde mandara el general, a cazar insurgentes. Uno de ellos vive acá al lado y según que nos hizo brujería porque le maté a su gemelo; mas Dios sabe que nunca quise que se muriera, quise tirar al aire para prevenirlo. Pero él se movió al otro lado, donde lo vieron los otros. Y qué buena puntería tenía mi general entonces: no le dio tiempo ni de encomendarse a la virgen. Qué lindo era ser soldado. Pero ya no. Cuando Clotilde te tuvo ya no hubo tiempo para desmanes, y aparte la guerra se había terminado, así que había que volver al rancho. Nos dejaron esta casita, dizque por haber servido... Algo es algo. Pero eso era antes. Ahora ni los bichos se asoman al sol y las gallinas que te di se murieron de hambre. Entonces ni para qué.

—Porque ni modo que nomás me quede a rascar la tierra.

—Algo ha de crecer.

—¿Verdad que sí, apá?

—Si Dios quiere.

Ahora se oyen los caballos. Abrió por primera vez sus ojos resecos y vio la nube de polvo que se levantaba en el camino. Se oyeron las riendas chasquear contra los lomos sudados de las bestias, los cascos escarbando el polvo. El muchacho apretó la boca. Los dientes le chillaron. El miedo, me dijo una vez mi general, es una cosa bien canija: si lo dejas entrar en el cuerpo, te va pudriendo despacito desde adentro. Se limpió las manos llenas de tierra contra el pantalón y se quedó allí, mirando cómo los uniformes se apelotonaban frente a ellos, una masa verde oscura. Los caballos resoplaban. Del hombre, no se fijó ni en el nombre, sólo en las dos barras doradas cosidas en el kepis. Un teniente.

—¿Inocencio Benítez? —preguntó, señalando con la cabeza.

—Soy yo.

El teniente se bajó de un salto de la montura. No le importó la respuesta, sólo sacó un papel arrugado de su uniforme.

—Se le informa que desde ahora, usted está dado de alta en el decimoquinto batallón de infantería. Con orden de presentarse en el cuartel desde hoy mismo para recibir adiestramiento. ¿Dudas?

—No.

—Se dice "ninguna, mi teniente" —lo corrigió seco.

—Ninguna, mi teniente —repitió el muchacho.

Y como hiciera ademán de volverse hacia la casa para juntar sus cosas:

—Deje eso. En el cuartel se le proveerá de todo lo que necesita.

—Bueno.

Qué extraño. Ahora se los llevan así como así. Antes no. Uno iba y personalmente se alistaba a la reserva. Le daban un fusil y un uniforme nuevecito. Las botas lastimaban los talones, pero al rato se ajustaban al tamaño del pie y casi parecían otra piel. Vio impasible cómo montaban al muchacho sobre el único caballo sin jinete que traían consigo, casi un potro, uno pinto, casi del color del adobe. Su único hijo después de que la más pequeña se les muriera. Tal vez por el frío. O por la misma tierra que se come todo. Se fue poquito después de la mamá. A lo mejor la extrañaba. Ya nada es como antes, pensó, acordándose de sus hermanos. Nosotros éramos cuatro y no nos arredraba el polvo ni el hambre. Todos miraban hacia el cielo. Él, por un instante, también alzó los ojos, pero no vio nada. La vieja costumbre de ver el cielo buscando respuestas, como si alguna vez las hubiera encontrado. Jóvenes todos, hasta el teniente, que ni siquiera sabía qué estaba mirando. Luego, a lo lejos, oyó un murmullo, como un eco que no llegaba a su oído, pero ya no le importaba. Qué diablos, a mí ya me mataron antes.

—Ya me voy, apá.

Pero el viejo ya no lo oía. El teniente guardó el fusil, dio la orden de marcha, y la tropa se fue. El padre se quedó allí, recargado en la pared de piedra, viendo cómo la sombra de su hijo se desvanecía. La mancha roja crecía despacio bajo la camisa. Qué bonito era todo entonces. Hasta la guerra.


miércoles, 23 de abril de 2025

No más pobreza generacional

 

Ahora no podemos, espera un poco más

Todo empezó cuando, siendo muy pequeño, aprendí de la forma más brutal posible el valor del dinero: no me compraron el juguete que yo quería. En ese momento mi mente infantil no dimensionaba el impacto de la frase "ahora no", pero sí recuerdo con total claridad la cara de mis padres, los cálculos hechos a media voz, el horror cuando la leche subía un poquito más de precio o acostumbrarme a caminar cuadras y cuadras detrás de ellos buscando en dónde hacer las compras al menor precio.

Pasar de ser clientes regulares del supermercado a expertos en el regateo en el mercado tradicional, o de productos de marca a sus imitaciones genéricas. Visto así, creo que toda mi vida se puede resumir en "no alcanza para esto, pero esto otro es similar." En lugar de los zapatos de marca, me compraron una imitación china a mitad de precio; mismos que se rompieron a mitad del año escolar, cabe agregar. Si aprendí inglés, fue por una combinación de talento lingüístico y mucha, muchísima disciplina, pero ya me hubiera gustado tomar clases en un instituto o, por qué no, hacer una visita a cierto país angloparlante para sumergirme en el idioma. Un tiempo fui parte de los boy scouts de mi ciudad, pero jamás fui a ningún campamento por no poder comprar el equipo necesario. A mitad de mi carera universitaria, tuve que rechazar una beca en el extranjero por no poder costear los costos del vuelo, además de que tampoco pude terminarla por lo mismo: el costo.

Ha sido así desde que tengo memoria. Es cierto que mis padres se esforzaron por sacarnos adelante en la medida de sus posibilidades —y por eso les agradezco—, pero no me parece justo apelar a un falso sentimiento de culpa: "hay gente que tiene menos, no seas malagradecido", porque no, contar con lo básico no debería ser un lujo y, más que una meta, debería ser el punto de partida para aspirar a algo mejor. Si hoy estoy donde estoy, es porque en algún punto, mi humillación y mi desesperanza se volvieron funcionales. Pero en principio, nadie debería sentirse así. Soy perfectamente consciente de que esto es una utopía, pero prefiero ser un renegado antes que un conformista.

Conformarse. Una palabra tan triste que hasta duele pronunciarla. No solamente fue no poder comprar el juguete que yo quería en mi infancia, fue dejar todo a medias porque ya no podíamos seguir pagándolo o buscar alternativas, a menudo mediocres, para solucionar problemas que, de entrada, tampoco eran tan complicados. Cuántas oportunidades perdidas, viajes cancelados, becas rechazadas, cursos abandonados, sueños que se quedaron justamente en eso: sueños. A modo de confesión, no pude seguir la profesión que deseaba porque, para cuando empecé a ser consciente de qué era lo quería en la vida, decidimos emigrar a una isla rodeada de tierra creyendo que así gastaríamos menos; es la misma miseria, pero bajo una bandera distinta. Y ni qué decir de los estudios que dejé a medio hacer, las amistades cortadas de tajo y el futuro que prometía tantas cosas brillantes, casi al alcance de mis manos.

Es fácil ceder al victimismo, como también es tentador entregarse a alguna manera de escapismo. Por un lado, creer que todo está en tu contra, que naciste con una marca maldita o que el universo te odia te ahorra el esfuerzo —vale decir, el dolor— de asumir que nadie más que uno mismo es responsable de su propio destino. Sin embargo, siendo realistas, no somos dioses. No somos capaces de torcer el curso del mundo según nuestra voluntad. Ni mucho menos podemos elegir con qué cartas jugar al juego de la vida; simple y sencillamente, algunos tienen más suerte que otros. Por lo tanto, en cierta medida, sí, somos víctimas de nuestras circunstancias. Por otra parte, tratar de buscarle explicaciones a nuestras desgracias desde la religión o la política, aunque justo y necesario, no dejar de ser un desatino. Que YO no sea capaz de prosperar porque vivimos en una sociedad capitalista injusta o porque Dios está poniendo a prueba mi fe pueden, a lo sumo, darle una semblanza de racionalidad a una vida por lo demás arbitraria. No obstante, hay que admitir que detrás de todo esto no hay un sentido último e inequívoco. Toca aceptarlo sin más.

Con todo, entiendo por qué alguien se decantaría por una u otra alternativa. Entre no tener nada a qué aferrarse y la promesa de algo, aunque no se sepa qué es, aunque no haya garantía de que exista, la elección resulta evidente.

Sin embargo, nada de esto justifica el tener que conformarse con menos. De hecho, si alguien tiene, o ha decidido tener, hijos, tampoco justifica el darles menos de lo que merecen. Sí, entiendo que la economía de hoy dificulta adquirir muchas cosas: una casa, un vehículo, una educación decente, entre otras; sin embargo, perpetuar el ciclo de carencias no arregla el problema, sólo lo agranda más. Lo natural, e ideal, sería darles a nuestros hijos las oportunidades que no tuvimos de pequeños, para que así ellos a su vez, puedan sacar adelante a los suyos. Sé que no todos pueden elegir, pero quienes tengan margen, que no normalicen lo injusto. Ya lo decía Dostoievski: "Los hijos no tienen por qué pagar por los pecados de sus padres", o en otras palabras, nuestra única opción para exorcizar los demonios del pasado es construyendo no un mejor futuro, que es incierto, sino un mejor presente, que es el que nos tocó vivir, lo queramos o no.

De ninguna manera abogo por proyectar nuestros traumas en nuestros hijos. Pero sí de abrazar la única oportunidad que tenemos para redimir nuestras desventuras. Ello es el aquí y el ahora. El presente es el único lugar donde podemos cambiar las cosas. ¿Empezamos hoy?

martes, 22 de abril de 2025

Vencedores vencidos

 Un relato original


—…gloria al vencedor —musitó Miguel de pronto, seguido de un suspiro.

—¿Qué? —me volví hacia él.

—Ahí dice —dijo señalando el arco que, impertérrito, dominaba la entrada del complejo verde olivo; letras negras desgastadas por el tiempo o el descuido insistían en repetir las palabras: “gloria al vencedor”, aunque en estos tiempos sonaran como una elegía nostálgica dedicada a mejores tiempos.

—Ya veo. Paré un momento, algo estaba pasando en la fila delante de nosotros, alguna congestión del tráfico, alguna obra pública, algún loco que fue y se estrelló contra el camellón. Un día normal. La entrada había quedado un poco atrás, sin embargo, aún podíamos divisar un poco del interior del complejo desde el pedazo de carretera donde estábamos detenidos. Vi la plaza de armas con su bandera ondeando lánguidamente bajo el azul del cielo, un par de edificios descoloridos, excesivamente cúbicos en contraste con la exuberante naturaleza que los rodeaba y un par de camiones estacionados a los costados, más viejos que la vida misma.

Quise sentir lástima por Miguel, que seguía mirando hacia fuera muy lejos, o bien dentro de sí mismo para comprobar la tesis dostoievskiana de que siempre hay un pozo de desesperación más profundo en el que se puede caer. Sabía someramente que no las traía todas consigo, entre alusiones veladas en conversaciones casuales al intento, más o menos fallido, de emular otro tipo de vida reflejado en la elección de vestimenta para venir a dar clases —zapatos de riguroso negro, pantalones de mezclilla, camisas blancas indistinguibles—, el cabello excesivamente corto, casi al rape, y la manera brusca de hablar, que yo no sé si sería una extensión de su acento, llamativo por lo inusual, que lo hacía sonar inquieto, como si sus palabras tuvieran segundas, terceras y hasta cuartas intenciones. Pero no podía ser, me constaba que él siempre iba con el corazón en la mano, algunas veces para bien, no menos otras para mal. Algo entendía de sus abuelos y su participación en cierta guerra, pero de eso ni él estaba seguro, y a decir verdad tampoco importaba, ni una gota de todas las glorias pasadas del mundo valen para subsanar la menor de nuestras desdichas presentes. 

Tontos e inocentes, hubo una época en la que creíamos que el fervor en nuestros pechos bastaba para mover el mundo. Hablo, claro, de antes de los contratos sociales, las obligaciones tácitas o impuestas, los embates del azar, la idiotez contagiosa de los demás, esa necesidad histérica de encajar, sonreír, funcionar. Ignoro la mitad entera de su historia de vida, pero no necesito saber qué le pasó antes de venir a parar a nuestro país para saber que Miguel era miserable desde antes, sin quererlo ni merecerlo, a lo mejor como si la desgracia fuese una enfermedad hereditaria, una anomalía en la sangre que yo sé está dispuesto a derramar por cualquier causa que lo convenza de que todavía hay un sentido. Un romántico como pocos, un alma nacida a destiempo, quién sabe cuántos años antes, o cuántos años después; pero me cuesta mucho imaginarlo en un mundo diferente a éste. Con todo, el único error de Leibniz fue haber afirmado que éste es el mejor de los mundos posibles, habría que revisar nuestra génesis para encontrar quién nos dio gato por liebre y en lugar de la idea de Dios nos plantó en la cabeza esta profunda desesperanza que nos consume poco a poco.

 Gloria al vencedor, lo oí repetir una vez más, ahora que volvíamos a movernos, como si fuera un poderoso sortilegio capaz de exorcizar aquello que ensombrecía sus facciones. Quedó atrás el derruido fortín, dando paso a hectáreas de inextricable vegetación, ahora hecha parque nacional, único orgullo de este país, puesto que no somos capaces ni de dominarnos a nosotros mismos. Ante el silencio meditabundo de Miguel, me permití pensar una vez más en su lugar y pronto caí en la cuenta de que no hubiera estado nada mal venir a recluirse en un lugar como éste, un punto olvidado por Dios junto con otros cien o ciento cincuenta diablos a los que la vida ya no atemorizaba, y dedicarse a desbaratar el infierno tan temido, obra y gracia de nuestra especie. Así, solucionaba tajantemente el dilema sobre la equivalencia entre ejército e iglesia. Volví a mirarlo, ahora con una especie de afecto paternal, y quise decirle, recomendarle, sugerirle, recordarle que en esencia no hay diferencia entre un monje y un soldado.

—Y eso… —dijo él al azar, más para sí mismo.

—Pues sí —repuse con simpleza. Después agregué: —. Habría que ver, tema de fechas y demás.

—¿De qué hablas?

—Ni idea. Sólo digo.

—Cuando terminen las clases tal vez pida un permiso para que no me den cursos, luego veré qué hacer.

—Y sí.

Al fin y al cabo, ¿qué son seis meses sin cobrar?, pensé con amargura. Seis meses de trabajo intenso, curso tras curso, caras pubescentes todas iguales y cuando llegan las vacaciones la dirección ni siquiera tiene a bien de decirnos que no habrá trabajo. Sólo un aguinaldo, pagado tarde y, por lo demás, incompleto, y si acaso, un gentil recordatorio de subir nuestras planillas a plataforma con al menos un mes de anticipación dado el hipotético caso de que alguno de nosotros, profesores nuevos, tuviera disponibilidad para dar clases extra durante el verano, siempre y cuando otro profesor más antiguo decidiera irse de viaje gracias a uno sus generosos bonos, de pronto decidiera jubilarse o le diera un infarto a mitad de la lección. Así las cosas, quizás, después de todo Miguel no es el loco furioso que lo creí al principio. O si lo es, sin duda es un tipo especial de loco, alguien con la cordura suficiente para reconocer que algo anda mal con él, sin embargo, suficientemente insensato como para no dejarse engañar por la entelequia de la madurez.

Me abstuve de mencionar el significado y propósito del inmenso vallado que circundaba cierta sección del aeropuerto, el orgulloso escudo que a la vez invitaba a conquistar los cielos y excluía a la gente de a pie, de todas maneras, no hacía falta hacer mucha deducción para comprender de qué se trataba. Ya puestos, se me ocurrió que sería bueno compartir algunas peripecias del rito de pasaje que todos los varones de este país experimentamos, último vestigio de un pasado que todos preferimos olvidar; mi boina roja, más simbólica que real, un accesorio más que un trofeo. Tres saltos justos y todos licenciados, de vuelta a la normalidad, lo que sea que eso signifique. Pero me contuve, tras pensarlo un poco, no hallé motivo valedero para reabrir viejas heridas, ni para causarle nuevas a aquel que aún no sabía si considerar mi amigo. Supuse que poca o ninguna envidia podíamos tenernos a estas alturas, lo que no cambiaba el hecho de que Miguel seguía siendo huésped en casa ajena, ahora propia. Debe andar en algún lado, me dije, no se puede haber perdido. Sería una lástima. Mas, en todo caso, no tenía importancia. No conozco a una sola persona que piense en esos seis meses en términos de valor, honor y abnegación, valores dogmáticos que todo buen patriota debe observar cuales si fueran un imperativo categórico. Imagino que nadie nace malvado, es el mundo mismo el que lo corrompe, pero es imposible saber. En este orden de cosas, da lo mismo entonces jurar lealtad a la patria, fidelidad a cualquier dios o simpatía hacia ningún partido. Sí, es la misma salvajada. Quiero decir, en lugar de flotar a la deriva, adherirse a cualquier masa de adeptos-ineptos identificados en función de una manía compartida, su particular desesperación, su mórbida estupidez. Entonces volvió a mi mente una frase de Nietzsche: “La esperanza es el peor de los males.” Vaya si tenía razón el alemán demente.

—Estaba pensando —comenzó a decir Miguel al cabo de un rato.

—¿Qué, o en quién?

—En Luna.

—Ya. —Otra de las teachers nuevas que trabajaba donde nosotros. Traté de recordar si tenía alguna impresión de ella, y sorprendentemente no tenía ninguna. Poco menos que su nombre, tal vez ni siquiera eso. —. ¿Qué, enamorado?

—Dios no quiera —respondió el otro con sorna—, sólo me parece una chica diferente.

Arqueé una ceja, escéptico, pero lo dejé continuar.

—No sé, hay algo en su manera de ser que la aparta de los demás. Tiene cierto aire… —miró largamente por la ventana—. Además, el nombre, Luna. No es muy común, sugiere algo… no sé… exótico. —Luego rio, una risa seca, involuntaria—. ¿Crees que soy un iluso?

—El peor de todos.

Me puse a pensar en todas las veces que tuve trato con la susodicha. Pocas o ninguna vez recuerdo haberla escuchado hablar durante las reuniones. Sólo tengo, de ella, su mirada perdida durante las capacitaciones, su perfil retraído, ligeramente soberbio, el cabello negro lacio, larguísimo, el idéntico porte de todas las muchachas de su edad y condición.

—Me perdonarás —dije llegados a una luz roja—, pero yo la veo igual a las otras.

—¿En qué sentido?

—En el sentido de que sólo está haciendo lo que la naturaleza le dicta. La típica de que tus padres te llevaron a clases de idiomas de pequeño y de grande no se te ocurre mejor cosa que hacer lo mismo.

—Entonces, ¿dónde nos deja eso a nosotros? —preguntó sin desafío.

—En ningún lugar. No se trata de ser emisarios de la justicia social, pero debes darte cuenta de que, en este país tomar clases con nosotros es un lujo. Y eso no debería ser.   

—Sin duda, pero al sistema no se lo puede vencer jamás. La historia lo prueba.

—Yo jamás hablé de empezar ninguna revolución, tampoco creo en ellas.

Ni en la bondad de las personas, quise agregar. Siendo que en el fondo todos tenemos cosas que ocultar, alguna pequeña mezquindad, arrepentimientos y rencores, mirar de frente a los demás se me antoja similar a pasear la mirada por un sórdido pasillo de la vergüenza. Los santos, si existieron, debieron haber aceptado su martirio menos por fe que por desengaño. Imagino que el propio Salvador, en sus últimos momentos clavado en la cruz, debió haber sentido, siquiera por un segundo, alivio ante el prospecto de desentenderse de nuestra odiosa especie. Y aquello de no existe el mal por sí mismo sino personas que deliberadamente eligen obrar mal, cada vez más me parecía un pretexto pueril para justificar nuestra propia incapacidad para hacernos cargo de la condena de nuestra libertad. Libertad, una palabra preciosa cuando nos olvidamos de todo lo que significa.

Algunas veces me da por preguntarme cómo sería si el Edén no se hubiera perdido. Me gusta creer que, si yo hubiera sido el creador, me hubiera contentado con aniquilar a ese par de pazguatos, Adán y Eva, y empezar de cero, esta vez infundiéndoles el conocimiento de causa. Un mundo donde por escoger una cosa no se tuviera que renunciar a todas las demás. Ser rey por un día y esclavo al otro, convertirme en la más dulce mujer, en fiera y polvo alternativamente, ser humano y ser dios. Donde la muerte sea una elección y no una obligación. Un lugar donde no haya tiempo para arrepentirse…

—Sin embargo, me parece que la quiero —dijo Miguel, calmoso. —. A Luna, digo.

—Raro es tener amores platónicos en esta época —repliqué inseguro.

—No es platónico —dijo sin fuerza—, es real. Solamente no sé qué tanto.

—Viene a ser lo mismo.

—¡Como sea! Pero eso no cambia mis sentimientos. La quiero, aunque sea de lejos.

—De acuerdo —concedí—. Lo bueno es que las ilusiones se curan rápido.

De pronto, la carretera me pareció más vacía. No sé cuánto tiempo habremos hablado, tanto como para distraerme de los cambios en el paisaje, o si simplemente todo aquello había dejado de importarme. Pero de lo que estoy seguro es que de nuevo volvía a sentir el sabor de la tristeza en mi boca, inexplicable y húmeda, inefable.

 

—Tal vez deje de dar clases permanentemente —me confesó a la puerta de su casa.

—No te culpo, compadre. Si fuera por mí, yo también mandaría todo al carajo. —Sonreímos cómplices. —. Pero debo preguntar: ¿y después?

—¿Y después? No lo sé. ¿Importa?

—En absoluto. —Metí las manos en los bolsillos y de pronto se me ocurrió que era la primera vez que nos veíamos a la cara. Siempre humillados y ofendidos, pero nunca del todo abatidos. —. Cualquier cosa es buena mientras pague, aunque los dos sabemos que la salvación de nuestras almas no tiene precio.

—El detalle es que salvación no equivale a satisfacción. —Pateó una piedrita y ambos la vimos rodar hasta perderse entre los arbustos. —. Sabes, la felicidad, esa maldita cosa, podría estar en cualquier lugar. Pero nosotros sólo podemos estar en un solo lado. Por lo tanto, queda conformarse con lo más cercano, lo más parecido. Y lo gracioso es que, aún si la hubiésemos encontrado, no podríamos nombrarla, expresarla ni comprenderla.  

—La violenta necesidad de interpretar los hechos, de contaminarlos con verosimilitud.

—Exactamente. De hecho, ahí reside el corazón del asunto; hay que fabricar esperanzas, adornarlas con recuerdos, sacados quién sabe cómo ni de dónde, impregnarlas de solidez incontrovertible, darles nombre, forma y color, asumir la felicidad pasajera y, abandonarse a un optimismo que derive en ilusiones, aspiraciones y pasiones, y en el juego, repetirnos medias verdades que nos hagan creer que no todo está perdido.

—Creo que entiendo —asentí—, la trampa del optimismo.

Él sonrió.

—Tonto es solamente aquel que apuesta sabiendo que va a perder.  Basta saber que existe la posibilidad de un milagro, más allá de su improbable merecimiento. En ello consiste la gloria según yo; creerse vencedor a pesar de haber sido vencido.

En efecto, me dije, vencedores vencidos.  

Nada es como antes

  Relato original —Voy a hacerme soldado, apá. —¿Sí mijo? —Sí, apá. Seguían recolectando el maíz bajo un sol que castigaba, distante, sus es...