Un relato original
—…gloria al vencedor —musitó Miguel de pronto, seguido de
un suspiro.
—¿Qué? —me volví hacia él.
—Ahí dice —dijo señalando el arco que, impertérrito,
dominaba la entrada del complejo verde olivo; letras negras desgastadas por el
tiempo o el descuido insistían en repetir las palabras: “gloria al vencedor”,
aunque en estos tiempos sonaran como una elegía nostálgica dedicada a mejores
tiempos.
—Ya veo. —Paré un momento,
algo estaba pasando en la fila delante de nosotros, alguna congestión del
tráfico, alguna obra pública, algún loco que fue y se estrelló contra el
camellón. Un día normal. La entrada había quedado un poco atrás, sin embargo,
aún podíamos divisar un poco del interior del complejo desde el pedazo de
carretera donde estábamos detenidos. Vi la plaza de armas con su bandera
ondeando lánguidamente bajo el azul del cielo, un par de edificios descoloridos,
excesivamente cúbicos en contraste con la exuberante naturaleza que los rodeaba
y un par de camiones estacionados a los costados, más viejos que la vida misma.
Quise sentir lástima por Miguel, que seguía mirando hacia
fuera muy lejos, o bien dentro de sí mismo para comprobar la tesis
dostoievskiana de que siempre hay un pozo de desesperación más profundo en el
que se puede caer. Sabía someramente que no las traía todas consigo, entre
alusiones veladas en conversaciones casuales al intento, más o menos fallido,
de emular otro tipo de vida reflejado en la elección de vestimenta para venir a
dar clases —zapatos de riguroso negro, pantalones de mezclilla, camisas blancas
indistinguibles—, el cabello excesivamente corto, casi al rape, y la manera
brusca de hablar, que yo no sé si sería una extensión de su acento, llamativo
por lo inusual, que lo hacía sonar inquieto, como si sus palabras tuvieran
segundas, terceras y hasta cuartas intenciones. Pero no podía ser, me constaba
que él siempre iba con el corazón en la mano, algunas veces para bien, no menos
otras para mal. Algo entendía de sus abuelos y su participación en cierta
guerra, pero de eso ni él estaba seguro, y a decir verdad tampoco importaba, ni
una gota de todas las glorias pasadas del mundo valen para subsanar la menor de
nuestras desdichas presentes.
Tontos e inocentes, hubo una época en la que creíamos que
el fervor en nuestros pechos bastaba para mover el mundo. Hablo, claro, de
antes de los contratos sociales, las obligaciones tácitas o impuestas, los
embates del azar, la idiotez contagiosa de los demás, esa necesidad histérica
de encajar, sonreír, funcionar. Ignoro la mitad entera de su historia de vida,
pero no necesito saber qué le pasó antes de venir a parar a nuestro país para
saber que Miguel era miserable desde antes, sin quererlo ni merecerlo, a lo
mejor como si la desgracia fuese una enfermedad hereditaria, una anomalía en la
sangre que yo sé está dispuesto a derramar por cualquier causa que lo convenza
de que todavía hay un sentido. Un romántico como pocos, un alma nacida a
destiempo, quién sabe cuántos años antes, o cuántos años después; pero me
cuesta mucho imaginarlo en un mundo diferente a éste. Con todo, el único error
de Leibniz fue haber afirmado que éste es el mejor de los mundos posibles,
habría que revisar nuestra génesis para encontrar quién nos dio gato por liebre
y en lugar de la idea de Dios nos plantó en la cabeza esta profunda
desesperanza que nos consume poco a poco.
Gloria al
vencedor, lo oí repetir una vez más, ahora que volvíamos a movernos, como
si fuera un poderoso sortilegio capaz de exorcizar aquello que ensombrecía sus
facciones. Quedó atrás el derruido fortín, dando paso a hectáreas de inextricable
vegetación, ahora hecha parque nacional, único orgullo de este país, puesto que
no somos capaces ni de dominarnos a nosotros mismos. Ante el silencio
meditabundo de Miguel, me permití pensar una vez más en su lugar y pronto caí
en la cuenta de que no hubiera estado nada mal venir a recluirse en un lugar
como éste, un punto olvidado por Dios junto con otros cien o ciento cincuenta
diablos a los que la vida ya no atemorizaba, y dedicarse a desbaratar el
infierno tan temido, obra y gracia de nuestra especie. Así, solucionaba
tajantemente el dilema sobre la equivalencia entre ejército e iglesia. Volví a
mirarlo, ahora con una especie de afecto paternal, y quise decirle,
recomendarle, sugerirle, recordarle que en esencia no hay diferencia entre un
monje y un soldado.
—Y eso… —dijo él al azar, más para sí mismo.
—Pues sí —repuse con simpleza. Después agregué: —. Habría
que ver, tema de fechas y demás.
—¿De qué hablas?
—Ni idea. Sólo digo.
—Cuando terminen las clases tal vez pida un permiso para
que no me den cursos, luego veré qué hacer.
—Y sí.
Al fin y al cabo, ¿qué son seis meses sin cobrar?, pensé con amargura. Seis meses de trabajo intenso,
curso tras curso, caras pubescentes todas iguales y cuando llegan las
vacaciones la dirección ni siquiera tiene a bien de decirnos que no habrá
trabajo. Sólo un aguinaldo, pagado tarde y, por lo demás, incompleto, y si
acaso, un gentil recordatorio de subir nuestras planillas a plataforma con al
menos un mes de anticipación dado el hipotético caso de que alguno de nosotros,
profesores nuevos, tuviera disponibilidad para dar clases extra durante el
verano, siempre y cuando otro profesor más antiguo decidiera irse de viaje gracias
a uno sus generosos bonos, de pronto decidiera jubilarse o le diera un infarto
a mitad de la lección. Así las cosas, quizás, después de todo Miguel no es el
loco furioso que lo creí al principio. O si lo es, sin duda es un tipo especial
de loco, alguien con la cordura suficiente para reconocer que algo anda mal con
él, sin embargo, suficientemente insensato como para no dejarse engañar por la
entelequia de la madurez.
Me abstuve de mencionar el significado y propósito del
inmenso vallado que circundaba cierta sección del aeropuerto, el orgulloso
escudo que a la vez invitaba a conquistar los cielos y excluía a la gente de a
pie, de todas maneras, no hacía falta hacer mucha deducción para comprender de
qué se trataba. Ya puestos, se me ocurrió que sería bueno compartir algunas
peripecias del rito de pasaje que todos los varones de este país
experimentamos, último vestigio de un pasado que todos preferimos olvidar; mi
boina roja, más simbólica que real, un accesorio más que un trofeo. Tres saltos
justos y todos licenciados, de vuelta a la normalidad, lo que sea que eso
signifique. Pero me contuve, tras pensarlo un poco, no hallé motivo valedero
para reabrir viejas heridas, ni para causarle nuevas a aquel que aún no sabía
si considerar mi amigo. Supuse que poca o ninguna envidia podíamos tenernos a
estas alturas, lo que no cambiaba el hecho de que Miguel seguía siendo huésped
en casa ajena, ahora propia. Debe andar en algún lado, me dije, no se
puede haber perdido. Sería una lástima. Mas, en todo caso, no tenía
importancia. No conozco a una sola persona que piense en esos seis meses
en términos de valor, honor y abnegación, valores dogmáticos que todo buen
patriota debe observar cuales si fueran un imperativo categórico. Imagino que
nadie nace malvado, es el mundo mismo el que lo corrompe, pero es imposible
saber. En este orden de cosas, da lo mismo entonces jurar lealtad a la patria,
fidelidad a cualquier dios o simpatía hacia ningún partido. Sí, es la misma
salvajada. Quiero decir, en lugar de flotar a la deriva, adherirse a cualquier
masa de adeptos-ineptos identificados en función de una manía compartida, su
particular desesperación, su mórbida estupidez. Entonces volvió a mi mente una
frase de Nietzsche: “La esperanza es el peor de los males.” Vaya si tenía razón
el alemán demente.
—Estaba pensando —comenzó a decir Miguel al cabo de un
rato.
—¿Qué, o en quién?
—En Luna.
—Ya. —Otra de las teachers nuevas que trabajaba
donde nosotros. Traté de recordar si tenía alguna impresión de ella, y sorprendentemente
no tenía ninguna. Poco menos que su nombre, tal vez ni siquiera eso. —. ¿Qué,
enamorado?
—Dios no quiera —respondió el otro con sorna—, sólo me
parece una chica diferente.
Arqueé una ceja, escéptico, pero lo dejé continuar.
—No sé, hay algo en su manera de ser que la aparta de los
demás. Tiene cierto aire… —miró largamente por la ventana—. Además, el nombre,
Luna. No es muy común, sugiere algo… no sé… exótico. —Luego rio, una risa seca,
involuntaria—. ¿Crees que soy un iluso?
—El peor de todos.
Me puse a pensar en todas las veces que tuve trato con la
susodicha. Pocas o ninguna vez recuerdo haberla escuchado hablar durante las
reuniones. Sólo tengo, de ella, su mirada perdida durante las capacitaciones,
su perfil retraído, ligeramente soberbio, el cabello negro lacio, larguísimo,
el idéntico porte de todas las muchachas de su edad y condición.
—Me perdonarás —dije llegados a una luz roja—, pero yo la
veo igual a las otras.
—¿En qué sentido?
—En el sentido de que sólo está haciendo lo que la
naturaleza le dicta. La típica de que tus padres te llevaron a clases de
idiomas de pequeño y de grande no se te ocurre mejor cosa que hacer lo mismo.
—Entonces, ¿dónde nos deja eso a nosotros? —preguntó sin
desafío.
—En ningún lugar. No se trata de ser emisarios de la justicia
social, pero debes darte cuenta de que, en este país tomar clases con nosotros
es un lujo. Y eso no debería ser.
—Sin duda, pero al sistema no se lo puede vencer jamás.
La historia lo prueba.
—Yo jamás hablé de empezar ninguna revolución, tampoco
creo en ellas.
Ni en la bondad de las personas, quise agregar. Siendo que en el fondo todos
tenemos cosas que ocultar, alguna pequeña mezquindad, arrepentimientos y
rencores, mirar de frente a los demás se me antoja similar a pasear la mirada
por un sórdido pasillo de la vergüenza. Los santos, si existieron, debieron haber
aceptado su martirio menos por fe que por desengaño. Imagino que el propio
Salvador, en sus últimos momentos clavado en la cruz, debió haber sentido,
siquiera por un segundo, alivio ante el prospecto de desentenderse de nuestra
odiosa especie. Y aquello de no existe el mal por sí mismo sino personas que
deliberadamente eligen obrar mal, cada vez más me parecía un pretexto pueril
para justificar nuestra propia incapacidad para hacernos cargo de la condena de
nuestra libertad. Libertad, una palabra preciosa cuando nos olvidamos de
todo lo que significa.
Algunas veces me da por preguntarme cómo sería si el Edén
no se hubiera perdido. Me gusta creer que, si yo hubiera sido el creador, me
hubiera contentado con aniquilar a ese par de pazguatos, Adán y Eva, y empezar
de cero, esta vez infundiéndoles el conocimiento de causa. Un mundo donde por escoger
una cosa no se tuviera que renunciar a todas las demás. Ser rey por un día y
esclavo al otro, convertirme en la más dulce mujer, en fiera y polvo
alternativamente, ser humano y ser dios. Donde la muerte sea una elección y no
una obligación. Un lugar donde no haya tiempo para arrepentirse…
—Sin embargo, me parece que la quiero —dijo Miguel,
calmoso. —. A Luna, digo.
—Raro es tener amores platónicos en esta época —repliqué
inseguro.
—No es platónico —dijo sin fuerza—, es real. Solamente no
sé qué tanto.
—Viene a ser lo mismo.
—¡Como sea! Pero eso no cambia mis sentimientos. La
quiero, aunque sea de lejos.
—De acuerdo —concedí—. Lo bueno es que las ilusiones se
curan rápido.
De pronto, la carretera me pareció más vacía. No sé cuánto
tiempo habremos hablado, tanto como para distraerme de los cambios en el
paisaje, o si simplemente todo aquello había dejado de importarme. Pero de lo
que estoy seguro es que de nuevo volvía a sentir el sabor de la tristeza en mi
boca, inexplicable y húmeda, inefable.
—Tal vez deje de dar clases permanentemente —me confesó a
la puerta de su casa.
—No te culpo, compadre. Si fuera por mí, yo también
mandaría todo al carajo. —Sonreímos cómplices. —. Pero debo preguntar: ¿y
después?
—¿Y después? No lo sé. ¿Importa?
—En absoluto. —Metí las manos en los bolsillos y de
pronto se me ocurrió que era la primera vez que nos veíamos a la cara. Siempre humillados
y ofendidos, pero nunca del todo abatidos. —. Cualquier cosa es buena mientras
pague, aunque los dos sabemos que la salvación de nuestras almas no tiene
precio.
—El detalle es que salvación no equivale a satisfacción.
—Pateó una piedrita y ambos la vimos rodar hasta perderse entre los arbustos.
—. Sabes, la felicidad, esa maldita cosa, podría estar en cualquier lugar. Pero
nosotros sólo podemos estar en un solo lado. Por lo tanto, queda conformarse
con lo más cercano, lo más parecido. Y lo gracioso es que, aún si la hubiésemos
encontrado, no podríamos nombrarla, expresarla ni comprenderla.
—La violenta necesidad de interpretar los hechos, de
contaminarlos con verosimilitud.
—Exactamente. De hecho, ahí reside el corazón del asunto;
hay que fabricar esperanzas, adornarlas con recuerdos, sacados quién sabe cómo
ni de dónde, impregnarlas de solidez incontrovertible, darles nombre, forma y
color, asumir la felicidad pasajera y, abandonarse a un optimismo que derive en
ilusiones, aspiraciones y pasiones, y en el juego, repetirnos medias verdades que
nos hagan creer que no todo está perdido.
—Creo que entiendo —asentí—, la trampa del optimismo.
Él sonrió.
—Tonto es solamente aquel que apuesta sabiendo que va a
perder. Basta saber que existe la
posibilidad de un milagro, más allá de su improbable merecimiento. En ello
consiste la gloria según yo; creerse vencedor a pesar de haber sido vencido.
En efecto, me
dije, vencedores vencidos.