martes, 22 de abril de 2025

Vencedores vencidos

 Un relato original


—…gloria al vencedor —musitó Miguel de pronto, seguido de un suspiro.

—¿Qué? —me volví hacia él.

—Ahí dice —dijo señalando el arco que, impertérrito, dominaba la entrada del complejo verde olivo; letras negras desgastadas por el tiempo o el descuido insistían en repetir las palabras: “gloria al vencedor”, aunque en estos tiempos sonaran como una elegía nostálgica dedicada a mejores tiempos.

—Ya veo. Paré un momento, algo estaba pasando en la fila delante de nosotros, alguna congestión del tráfico, alguna obra pública, algún loco que fue y se estrelló contra el camellón. Un día normal. La entrada había quedado un poco atrás, sin embargo, aún podíamos divisar un poco del interior del complejo desde el pedazo de carretera donde estábamos detenidos. Vi la plaza de armas con su bandera ondeando lánguidamente bajo el azul del cielo, un par de edificios descoloridos, excesivamente cúbicos en contraste con la exuberante naturaleza que los rodeaba y un par de camiones estacionados a los costados, más viejos que la vida misma.

Quise sentir lástima por Miguel, que seguía mirando hacia fuera muy lejos, o bien dentro de sí mismo para comprobar la tesis dostoievskiana de que siempre hay un pozo de desesperación más profundo en el que se puede caer. Sabía someramente que no las traía todas consigo, entre alusiones veladas en conversaciones casuales al intento, más o menos fallido, de emular otro tipo de vida reflejado en la elección de vestimenta para venir a dar clases —zapatos de riguroso negro, pantalones de mezclilla, camisas blancas indistinguibles—, el cabello excesivamente corto, casi al rape, y la manera brusca de hablar, que yo no sé si sería una extensión de su acento, llamativo por lo inusual, que lo hacía sonar inquieto, como si sus palabras tuvieran segundas, terceras y hasta cuartas intenciones. Pero no podía ser, me constaba que él siempre iba con el corazón en la mano, algunas veces para bien, no menos otras para mal. Algo entendía de sus abuelos y su participación en cierta guerra, pero de eso ni él estaba seguro, y a decir verdad tampoco importaba, ni una gota de todas las glorias pasadas del mundo valen para subsanar la menor de nuestras desdichas presentes. 

Tontos e inocentes, hubo una época en la que creíamos que el fervor en nuestros pechos bastaba para mover el mundo. Hablo, claro, de antes de los contratos sociales, las obligaciones tácitas o impuestas, los embates del azar, la idiotez contagiosa de los demás, esa necesidad histérica de encajar, sonreír, funcionar. Ignoro la mitad entera de su historia de vida, pero no necesito saber qué le pasó antes de venir a parar a nuestro país para saber que Miguel era miserable desde antes, sin quererlo ni merecerlo, a lo mejor como si la desgracia fuese una enfermedad hereditaria, una anomalía en la sangre que yo sé está dispuesto a derramar por cualquier causa que lo convenza de que todavía hay un sentido. Un romántico como pocos, un alma nacida a destiempo, quién sabe cuántos años antes, o cuántos años después; pero me cuesta mucho imaginarlo en un mundo diferente a éste. Con todo, el único error de Leibniz fue haber afirmado que éste es el mejor de los mundos posibles, habría que revisar nuestra génesis para encontrar quién nos dio gato por liebre y en lugar de la idea de Dios nos plantó en la cabeza esta profunda desesperanza que nos consume poco a poco.

 Gloria al vencedor, lo oí repetir una vez más, ahora que volvíamos a movernos, como si fuera un poderoso sortilegio capaz de exorcizar aquello que ensombrecía sus facciones. Quedó atrás el derruido fortín, dando paso a hectáreas de inextricable vegetación, ahora hecha parque nacional, único orgullo de este país, puesto que no somos capaces ni de dominarnos a nosotros mismos. Ante el silencio meditabundo de Miguel, me permití pensar una vez más en su lugar y pronto caí en la cuenta de que no hubiera estado nada mal venir a recluirse en un lugar como éste, un punto olvidado por Dios junto con otros cien o ciento cincuenta diablos a los que la vida ya no atemorizaba, y dedicarse a desbaratar el infierno tan temido, obra y gracia de nuestra especie. Así, solucionaba tajantemente el dilema sobre la equivalencia entre ejército e iglesia. Volví a mirarlo, ahora con una especie de afecto paternal, y quise decirle, recomendarle, sugerirle, recordarle que en esencia no hay diferencia entre un monje y un soldado.

—Y eso… —dijo él al azar, más para sí mismo.

—Pues sí —repuse con simpleza. Después agregué: —. Habría que ver, tema de fechas y demás.

—¿De qué hablas?

—Ni idea. Sólo digo.

—Cuando terminen las clases tal vez pida un permiso para que no me den cursos, luego veré qué hacer.

—Y sí.

Al fin y al cabo, ¿qué son seis meses sin cobrar?, pensé con amargura. Seis meses de trabajo intenso, curso tras curso, caras pubescentes todas iguales y cuando llegan las vacaciones la dirección ni siquiera tiene a bien de decirnos que no habrá trabajo. Sólo un aguinaldo, pagado tarde y, por lo demás, incompleto, y si acaso, un gentil recordatorio de subir nuestras planillas a plataforma con al menos un mes de anticipación dado el hipotético caso de que alguno de nosotros, profesores nuevos, tuviera disponibilidad para dar clases extra durante el verano, siempre y cuando otro profesor más antiguo decidiera irse de viaje gracias a uno sus generosos bonos, de pronto decidiera jubilarse o le diera un infarto a mitad de la lección. Así las cosas, quizás, después de todo Miguel no es el loco furioso que lo creí al principio. O si lo es, sin duda es un tipo especial de loco, alguien con la cordura suficiente para reconocer que algo anda mal con él, sin embargo, suficientemente insensato como para no dejarse engañar por la entelequia de la madurez.

Me abstuve de mencionar el significado y propósito del inmenso vallado que circundaba cierta sección del aeropuerto, el orgulloso escudo que a la vez invitaba a conquistar los cielos y excluía a la gente de a pie, de todas maneras, no hacía falta hacer mucha deducción para comprender de qué se trataba. Ya puestos, se me ocurrió que sería bueno compartir algunas peripecias del rito de pasaje que todos los varones de este país experimentamos, último vestigio de un pasado que todos preferimos olvidar; mi boina roja, más simbólica que real, un accesorio más que un trofeo. Tres saltos justos y todos licenciados, de vuelta a la normalidad, lo que sea que eso signifique. Pero me contuve, tras pensarlo un poco, no hallé motivo valedero para reabrir viejas heridas, ni para causarle nuevas a aquel que aún no sabía si considerar mi amigo. Supuse que poca o ninguna envidia podíamos tenernos a estas alturas, lo que no cambiaba el hecho de que Miguel seguía siendo huésped en casa ajena, ahora propia. Debe andar en algún lado, me dije, no se puede haber perdido. Sería una lástima. Mas, en todo caso, no tenía importancia. No conozco a una sola persona que piense en esos seis meses en términos de valor, honor y abnegación, valores dogmáticos que todo buen patriota debe observar cuales si fueran un imperativo categórico. Imagino que nadie nace malvado, es el mundo mismo el que lo corrompe, pero es imposible saber. En este orden de cosas, da lo mismo entonces jurar lealtad a la patria, fidelidad a cualquier dios o simpatía hacia ningún partido. Sí, es la misma salvajada. Quiero decir, en lugar de flotar a la deriva, adherirse a cualquier masa de adeptos-ineptos identificados en función de una manía compartida, su particular desesperación, su mórbida estupidez. Entonces volvió a mi mente una frase de Nietzsche: “La esperanza es el peor de los males.” Vaya si tenía razón el alemán demente.

—Estaba pensando —comenzó a decir Miguel al cabo de un rato.

—¿Qué, o en quién?

—En Luna.

—Ya. —Otra de las teachers nuevas que trabajaba donde nosotros. Traté de recordar si tenía alguna impresión de ella, y sorprendentemente no tenía ninguna. Poco menos que su nombre, tal vez ni siquiera eso. —. ¿Qué, enamorado?

—Dios no quiera —respondió el otro con sorna—, sólo me parece una chica diferente.

Arqueé una ceja, escéptico, pero lo dejé continuar.

—No sé, hay algo en su manera de ser que la aparta de los demás. Tiene cierto aire… —miró largamente por la ventana—. Además, el nombre, Luna. No es muy común, sugiere algo… no sé… exótico. —Luego rio, una risa seca, involuntaria—. ¿Crees que soy un iluso?

—El peor de todos.

Me puse a pensar en todas las veces que tuve trato con la susodicha. Pocas o ninguna vez recuerdo haberla escuchado hablar durante las reuniones. Sólo tengo, de ella, su mirada perdida durante las capacitaciones, su perfil retraído, ligeramente soberbio, el cabello negro lacio, larguísimo, el idéntico porte de todas las muchachas de su edad y condición.

—Me perdonarás —dije llegados a una luz roja—, pero yo la veo igual a las otras.

—¿En qué sentido?

—En el sentido de que sólo está haciendo lo que la naturaleza le dicta. La típica de que tus padres te llevaron a clases de idiomas de pequeño y de grande no se te ocurre mejor cosa que hacer lo mismo.

—Entonces, ¿dónde nos deja eso a nosotros? —preguntó sin desafío.

—En ningún lugar. No se trata de ser emisarios de la justicia social, pero debes darte cuenta de que, en este país tomar clases con nosotros es un lujo. Y eso no debería ser.   

—Sin duda, pero al sistema no se lo puede vencer jamás. La historia lo prueba.

—Yo jamás hablé de empezar ninguna revolución, tampoco creo en ellas.

Ni en la bondad de las personas, quise agregar. Siendo que en el fondo todos tenemos cosas que ocultar, alguna pequeña mezquindad, arrepentimientos y rencores, mirar de frente a los demás se me antoja similar a pasear la mirada por un sórdido pasillo de la vergüenza. Los santos, si existieron, debieron haber aceptado su martirio menos por fe que por desengaño. Imagino que el propio Salvador, en sus últimos momentos clavado en la cruz, debió haber sentido, siquiera por un segundo, alivio ante el prospecto de desentenderse de nuestra odiosa especie. Y aquello de no existe el mal por sí mismo sino personas que deliberadamente eligen obrar mal, cada vez más me parecía un pretexto pueril para justificar nuestra propia incapacidad para hacernos cargo de la condena de nuestra libertad. Libertad, una palabra preciosa cuando nos olvidamos de todo lo que significa.

Algunas veces me da por preguntarme cómo sería si el Edén no se hubiera perdido. Me gusta creer que, si yo hubiera sido el creador, me hubiera contentado con aniquilar a ese par de pazguatos, Adán y Eva, y empezar de cero, esta vez infundiéndoles el conocimiento de causa. Un mundo donde por escoger una cosa no se tuviera que renunciar a todas las demás. Ser rey por un día y esclavo al otro, convertirme en la más dulce mujer, en fiera y polvo alternativamente, ser humano y ser dios. Donde la muerte sea una elección y no una obligación. Un lugar donde no haya tiempo para arrepentirse…

—Sin embargo, me parece que la quiero —dijo Miguel, calmoso. —. A Luna, digo.

—Raro es tener amores platónicos en esta época —repliqué inseguro.

—No es platónico —dijo sin fuerza—, es real. Solamente no sé qué tanto.

—Viene a ser lo mismo.

—¡Como sea! Pero eso no cambia mis sentimientos. La quiero, aunque sea de lejos.

—De acuerdo —concedí—. Lo bueno es que las ilusiones se curan rápido.

De pronto, la carretera me pareció más vacía. No sé cuánto tiempo habremos hablado, tanto como para distraerme de los cambios en el paisaje, o si simplemente todo aquello había dejado de importarme. Pero de lo que estoy seguro es que de nuevo volvía a sentir el sabor de la tristeza en mi boca, inexplicable y húmeda, inefable.

 

—Tal vez deje de dar clases permanentemente —me confesó a la puerta de su casa.

—No te culpo, compadre. Si fuera por mí, yo también mandaría todo al carajo. —Sonreímos cómplices. —. Pero debo preguntar: ¿y después?

—¿Y después? No lo sé. ¿Importa?

—En absoluto. —Metí las manos en los bolsillos y de pronto se me ocurrió que era la primera vez que nos veíamos a la cara. Siempre humillados y ofendidos, pero nunca del todo abatidos. —. Cualquier cosa es buena mientras pague, aunque los dos sabemos que la salvación de nuestras almas no tiene precio.

—El detalle es que salvación no equivale a satisfacción. —Pateó una piedrita y ambos la vimos rodar hasta perderse entre los arbustos. —. Sabes, la felicidad, esa maldita cosa, podría estar en cualquier lugar. Pero nosotros sólo podemos estar en un solo lado. Por lo tanto, queda conformarse con lo más cercano, lo más parecido. Y lo gracioso es que, aún si la hubiésemos encontrado, no podríamos nombrarla, expresarla ni comprenderla.  

—La violenta necesidad de interpretar los hechos, de contaminarlos con verosimilitud.

—Exactamente. De hecho, ahí reside el corazón del asunto; hay que fabricar esperanzas, adornarlas con recuerdos, sacados quién sabe cómo ni de dónde, impregnarlas de solidez incontrovertible, darles nombre, forma y color, asumir la felicidad pasajera y, abandonarse a un optimismo que derive en ilusiones, aspiraciones y pasiones, y en el juego, repetirnos medias verdades que nos hagan creer que no todo está perdido.

—Creo que entiendo —asentí—, la trampa del optimismo.

Él sonrió.

—Tonto es solamente aquel que apuesta sabiendo que va a perder.  Basta saber que existe la posibilidad de un milagro, más allá de su improbable merecimiento. En ello consiste la gloria según yo; creerse vencedor a pesar de haber sido vencido.

En efecto, me dije, vencedores vencidos.  

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