Por: un extranjero impotente...
Educación, ¿para qué?
Amén de la fábula neoliberal que nos ha vendido la
educación como la llave del progreso, detengámonos un momento a apreciar
lo mal que ha envejecido esta idea. Seamos honestos: si bien la educación
facilita enormemente el desenvolvimiento de un individuo medianamente
funcional en la sociedad, ha perdido su propósito original de estimular su
verdadero potencial. O bien este propósito se ha degradado con el tiempo, o
bien ha sido vendido al mejor postor. De hecho, me inclino a pensar que
esto último marcó el inicio de la debacle de la cultura general que persiste
hasta hoy. No es casual que los puristas lamenten la decadencia de las
letras y las artes; aunque su crítica, a menudo envuelta en una narrativa
que puede parecer pretenciosa, lo cierto es que la persona promedio de hoy sabe
menos que hace treinta o cuarenta años.
Los educadores de vena más modernista podrán
argumentar que la educación actual se centra en resolver problemas
en lugar de acumular conocimientos, aplicación en lugar de simple
memorización. Sin embargo, esta visión plantea una primera cuestión.
Personalmente, no comulgo con el pragmatismo dogmático, herencia de la
mentalidad postindustrial, que permea nuestro quehacer cotidiano. La
actividad constante se ha convertido en el valor central de nuestra era,
donde el tiempo se ve como un bien precioso, casi sagrado. No podemos
desperdiciarlo estudiando áridas teorías, a menos que éstas nos ayuden a
ser más productivos. El auge de la educación STEM (Science, Technology,
Engineering and Mathematics, en inglés o Ciencia,
Tecnología, Ingeniería y Matemáticas en nuestro idioma) es la prueba
más sólida de ello.
Mucho se ha dicho al respecto y, para no repetir lo ya dicho, remito a un interesante libro de Byul Chun-Han, La sociedad
del cansancio. No obstante, me parece digna de recordar la crítica hecha
hacia este enfoque. Y es que, aparte de promover un pathos que
neglige áreas como las ciencias humanas —fundamentales para comprendernos a
nosotros mismos y, de paso, a los demás—, lo cierto es que no produce
individuos más capaces, sino solamente mano de obra calificada. Sí, quizás
relativamente mejor pagada que profesionales de otras áreas, pero asalariada, a
fin de cuentas.
Ahora bien, si nos inclináramos hacia el otro
extremo de la balanza, la llamada educación humanista, holística
o transversal (a decir verdad, de este tipo hay tantas variantes que
acaban siendo todas las mismas. Véase el método Montessori, las teorías de
Vygotsky o, inclusive, llevado hasta sus últimas consecuencias, el pensamiento
de Freire), pese a que recobra el valor del estudiante en tanto individuo,
también ofrece una visión limitada acerca de cómo deben abordarse los
desafíos de nuestra época. Un énfasis desmedido en la subjetividad del alumno
puede derivar en un aprendizaje relativista, donde el conocimiento pierde
solidez al depender excesivamente de la interpretación individual.
Por otro lado, prescindir de las ciencias es
también echar por tierra los fundamentos de nuestro estilo de vida.
En
definitiva, una educación predominantemente técnica conduce a un racionalismo
tajante, casi deshumanizante. En cambio, una educación relativista
propicia el pensamiento crítico, pero es incapaz de producir certezas, salvo la
de que todo es dudoso.
Este ciertamente es un dilema que tiene muchas
aristas, lo que explica la multiplicidad de paradigmas sobre la
educación que han surgido a lo largo de los dos últimos siglos. Cada uno,
es verdad, era un producto de su tiempo, pero no podemos negar el valor
teórico que han aportado a la pedagogía. Si bien no exenta de tropiezos, la
educación de la actualidad se cimenta sobre los aciertos y errores de las
generaciones anteriores. Así pues, en teoría, en la actualidad
deberíamos aprender mejor que en la época de nuestros padres y abuelos.
Pues no…
Si en algo tienen razón nuestros mayores, es en que
antes las cosas eran más simples. Existía una diferencia entre asistir a
un colegio público o privado, pero, en la práctica, ambos seguían metodologías
similares, sin que uno tuviera una ventaja significativa sobre el otro. Es
cierto que, tanto entonces como ahora, egresar de un instituto privado otorga
cierto estatus social, pero en el pasado, dicho estatus tenía un impacto
mucho menor en la vida cotidiana del individuo.
Me explico: de un tiempo acá, varias escuelas privadas están sumándose a una tendencia que es, por lo menos, llamativa. No tanto por su impacto cognitivo-pedagógico sobre los estudiantes, sino por, digamos, el sello de calidad que imprime sobre sus frentes. “Sí, yo soy egresado del colegio X”, dicen algunos como si aquello fuese su mayor orgullo. ¡Y vaya si lo es en algunos casos! Pero, ¿qué caracteriza a estas particulares instituciones?
Casi todas siguen el mismo patrón. Promocionan sus modernas instalaciones, presumen de clases de inglés, deportes, talleres de arte, computación y/o robótica, organizan eventos culturales cada dos por tres y, por supuesto, se jactan de contar con una plantilla docente de altísima calidad. Y ni qué decir de su orgullo por ofrecer un entorno de aprendizaje cien por ciento digital (letras pequeñas: más te vale tener tu propio dispositivo. Si es de la manzanita, mejor todavía).
Toda esta tendencia apunta a promover una
educación orientada al liderazgo. Es decir, se trata de una
formación que pretende trascender el modelo de escuela tradicional, de manera
que pueda trasladar sus experiencias dentro del aula a los desafíos que exige
la sociedad actual. Ya de entrada, esta concepción plantea numerosos
cuestionamientos. En primer lugar, ¿a qué desafíos nos referimos? Porque,
aunque es cierto que en la actualidad la sociedad entera se enfrenta a más o
menos los mismos retos, no se puede afirmar que todos enfrenten las mismas
dificultades, y menos aún quienes provienen de distintos estratos sociales.
Seamos honestos: los chicos y chicas que asisten a escuelas privadas rara vez
enfrentan verdaderas dificultades, y si las tienen, difícilmente pueden
considerarse desafíos en el sentido estricto de la palabra. Por ende, aunque
toda estimulación en el aula es valiosa, me pregunto: ¿realmente estos chicos,
que ya cuentan con todas las ventajas, necesitan aún más de lo que sus padres
les proporcionan? Por otro lado, al proveer de tantas oportunidades diferentes,
tantas clases exclusivas, de una u otra manera, los alumnos de estos colegios
salen al mundo equipados con más herramientas de las que un alumno de un
colegio público podría soñar.
Tomemos como ejemplo las clases de inglés. Es cierto, a ningún adolescente le gusta asistir a clases obligatorias, sin importar su condición económica. Sin embargo, es innegable que aprender un idioma extranjero desde una edad temprana abre muchas puertas en la adultez. Y aunque hoy en día casi cualquiera aprende algo de inglés, aunque sea de forma involuntaria, eso no cambia el hecho de que recibir clases privadas o contar con inglés como parte del currículo escolar sigue siendo un lujo en nuestro país. Y así con el resto de clases “exóticas” que podemos encontrar en estas escuelas.
Valga la aclaración: al hablar de colegios privados, no me refiero a esas escuelillas de pacotilla que, a cambio de una cuota modesta, le hacen creer a la clase media que pertenecen a un estrato social superior. No. Me refiero a los colegios privados de verdad, a los criaderos de dirigentes políticos, donde los futuros empresarios juegan partido en el recreo, se entrenan para heredar el control de empresas familiares y aprenden desde pequeños el arte de la diplomacia de cóctel. Esos colegios donde el networking empieza en la infancia y la educación no es tanto una cuestión de aprendizaje, sino de asegurarse de que los hijos se rodeen de los contactos correctos. Porque al final del día, más que conocimiento, lo que realmente se adquiere en estos lugares es un pase VIP a las élites que manejan el país.
Rutina
Despertar a las cuatro y media de la mañana,
engullir un desayuno sin hambre (si es que hay tiempo para ello), asearse a
toda prisa y salir disparado a la parada, sólo para pasar otra hora y media—o
más—hacinado en un autobús con otros cincuenta condenados a la misma rutina.
Gente de la periferia, los engranajes invisibles que sostienen la maquinaria
económica del país. Luego, cumplir el turno hasta las cinco y, con suerte,
arrastrarse a la facultad hasta las nueve de la noche, si hay tiempo y dinero
para eso… porque estudiar, a estas alturas, es un privilegio reservado para los
que aún tienen fuerzas para aspirar a algo más. Después, correr—no,
volar—hasta la parada, rezarles a todos los santos habidos y por haber para que
el último colectivo no haya pasado ya, o cazar cualquier chatarra que nos
acerque a casa. Llegar pasadas las diez, once o, con mala suerte, las doce… y
al día siguiente, vuelta a empezar.
Y no hablo de trabajos decentes, mucho
menos bien remunerados. Dentro de esta tragicomedia, que un oficinista apenas
supere el salario mínimo y que un obrero de construcción gane incluso menos,
mientras ambos pasan un promedio de catorce horas fuera de casa (cuatro
desperdiciadas en el transporte y entre nueve y diez esclavizados en la jornada
laboral), no es normal. Tampoco lo es trabajar los fines de semana, ni siquiera
los sábados hasta mediodía, salvo circunstancias extraordinarias o que la
profesión lo demande. Así las cosas, virtualmente, no hay ninguna diferencia
entre un asalariado de una empresa privada y un ayudante de albañil. El primero
debería ganar más que una miseria, y el segundo, al menos, un salario mínimo
que hiciera honor a su nombre.
Todo esto, claro, en los tiempos
“buenos”, cuando “hay mucho trabajo”, cuando “están contratando en X”, cuando
“se gana bien en Y”. Porque la verdad es que un papelito que certifica un
título no garantiza empleo, y mucho menos uno que justifique los años
invertidos en estudiarlo. En el mejor de los casos, uno se pasará lo que le
quede de sus veintes acumulando experiencia en algún puesto irrelevante (sí,
les hablo a ustedes: comercios, oficinas, entidades gubernamentales y empresas
de servicios), a ver si, con suerte, algún día logra ejercer su profesión. Para
entonces, estará rozando la treintena, lo que en el mercado laboral equivale a
una sentencia de muerte, porque irónicamente se espera que a esa edad ya esté
consolidado en su área. Es tan absurdo que da risa: exigen décadas de
experiencia, pero jamás crean oportunidades para obtenerla. Hasta entonces, uno
debe conformarse siendo archivista en alguna empresa, cargando las bolsas del
súper de algún fulano, vendiendo celulares en algún shopping o
escuchando preguntas estúpidas en un call center por, repito,
un salario mínimo. Un mísero salario mínimo.
Ni hablar de los que trabajan por
contrato. La misma fosa séptica de explotación, solo que envuelta en trámites
interminables. Entre contratar seguros médicos inútiles, afiliarse a mil y una
financieras, declarar hasta la última uña a las autoridades y, en resumen,
asumir todos los gastos que, por ley, deberían ser prestaciones universales.
Algo tan básico como un aporte para la jubilación, pero ni eso: las pensiones
privadas cuestan un ojo de la cara y el sistema público está, por decirlo
amablemente, poco menos que colapsado. Si uno sobrevive tamaña odisea, se gana
un respiro que dura lo que estipule el contrato: un año, seis meses, cuatro,
tal vez solo uno, según la generosidad del empleador. Inclusive, trabajar así
es peor que bancarse una jornada de doce horas, seis días a la semana. Porque
vivir sin saber qué pasará al final del contrato, o si pasará algo en absoluto,
no es vivir. Es simplemente existir.
Y no, no se vale decir “así son las
cosas, compadre” ni aludir a la manida fábula de quien se esfuerza, necesariamente
prospera. ¡Si lo que sobra en este país es esfuerzo! Lo hay a raudales, lo ha
habido desde tiempos inmemoriales. Desde las mujeres que reconstruyeron el país
tras la Guerra Grande hasta los campesinos que, a día de hoy, hacen posible que
podamos asar un vacío todos los viernes por la noche. Aquí, la gente se parte
el lomo solo para mantenerse a flote. Padres y madres de familia que hacen
hasta lo imposible para rascar un mendrugo de sustento para sus hijos. Gente
del interior que lo deja todo para venir a jugarse la vida en nuestra propia
Babel, con la esperanza de algo mejor y la certeza de que, probablemente, no lo
encontrarán. Pero seguimos romantizando el esfuerzo, la fatiga, la carencia,
como si fueran virtudes y no síntomas de un sistema roto. Decimos que quien
estudia y trabaja es “guapo”, pero nunca nos detenemos a pensar que no lo hace
por elección, sino por obligación. Porque la inflación se dispara, los sueldos
se estancan y el dinero en casa se esfuma cada vez más rápido.
La fórmula que reza “Dios proveerá”,
sumada a los supuestos casos de éxito de los personajes ilustres de nuestros
tiempos (a saber, principalmente empresarios y políticos) no son más que
placebos para hacernos olvidar que estos prohombres, lejos de ser la personificación
de la perseverancia, tuvieron la suerte de haber nacido en una cuna de oro. Si
Elon Musk hubiera nacido paraguayo y se hubiera graduado de la facultad
politécnica de la UNA, dudo mucho que sería el magnate que es hoy. A lo sumo,
sería un profesor de informática mal pagado en un colegio privado. Es una verdad incómoda, sí, pero debemos
afrontarla, por muy dolorosa que sea. Negarla es de necios. No querer
reconocerla significa estar desconectado de la realidad o, peor aún, estar
conforme con ella.
El pobre no es pobre porque quiere.
Afirmar esto no es simpatizar con
ninguna ideología política, va mucho más allá. La derecha, por ejemplo,
sostiene que, si el gobierno no refuerza la economía interna, nadie nunca podrá
progresar. Por su parte, la izquierda argumenta que, si la riqueza sigue
concentrándose entre unos pocos, la gran mayoría quedará sin los recursos
necesarios para salir adelante. En ningún caso se considera a la pobreza como
una actitud, la consecuencia de la falta de ambición del individuo. Quienes aún
creen que todo es una cuestión de mentalidad se sorprenderían al saber la
cantidad de personas que desean que las cosas algún día mejoren.
Una vida así es insostenible.
Injustificable por donde quiera que se la mire. Inaceptable a poco a que
reconozcamos que la pobreza no es simplemente no tener dinero. Es no poder
pasar tiempo de calidad con tus seres queridos, no poder cuidar de ti mismo,
usar tu poco tiempo libre exclusivamente para reposar—que no es lo mismo que
descansar—antes de volver el lunes al trabajo, que tres cuartas partes de tu
salario se vayan en gastos domésticos (servicios, los hijos, deudas) y lo
restante lo gastes en vete a saber qué hasta el siguiente fin de mes, comer mal
y dormir peor. Vivir para trabajar, y no trabajar para vivir.
Ahora que que las clases han empezado y el
grueso de la población se prepara para remontar otro año de sacrificios, creo
que es el momento de atrevernos a ser ingratos, de obligarnos a mirar más
allá de la falsa seguridad que ofrece la modestia. No se trata de exigir un
cambio de régimen, sino, simplemente, condiciones más dignas.
¡He dicho!
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